El rayo de luz al amanecer, el humeante café por la mañana
y la inmensidad del tiempo. Ante la espera de su encuentro
mi inquietante levedad y serenidad, giraban al compás musical
de mis oídos sordos y mis ojos atentos al ocaso; ¿Cómo podía
bailar sin su presencia? ¿Cómo podía tocarle sin manos?
-ya que se había derretido por el calor del momento-.
Un saludo a lo lejos y en segundos el camino se había vuelto
de flores color atardecer. Las miradas fueron nulas, ya no ardía
el sol ante el abrazo de su presencia. Un silencio. Ça va. Oui.
Su francés y yo.
No le bastaba a las manecillas del reloj, también el aire se entrometía
entre nosotros... un espacio entre los dos, ya el atlas quedaba corto desde
su esquina -sí, era un libro gigante!-. El entorno estaba lleno de cuadros,
audios, círculos, frágiles miradas que suplicaban más y más... Entre tanto una
crítica, una pausa sobre el mundo y la juventud -pretextos tuyos para acercarte-,
un joven nos interrumpió, discusiones infinitas, trajo aquel. Un anillo vislumbro tu sonrisa,
"tú me conoces", dijiste. Y te atreves con desdén a hablarme de "tú", entre la confianza
se nos terminó el café aunque ni un sorbo le dio. No hubo un adiós, ni un sórdido momento
al final, sólo, oh si! mis lentes (los de sol), -recordó el respeto- “sus lentes me los va a dar o qué”,
-me muerdo los labios- una risa apenada de mi parte, despacio, despacio, casi en cámara lenta,
ahí en el tacto la puerta se cerró. Y me derrito!
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